sábado, 14 de junio de 2008

20 minutos de locutorio (3/6/06)

Quizás sean cosas de barrotes, de orgullo roto y noches saladas, quizás sea que mi derecho a dos comunicaciones orales se las lleva el tiempo y una verja huérfana que se lamenta del trecho que separa el centro penitenciario y nuestra casa. Un trecho inmenso como un día inacabado, un naufrago en el océano, o un viernes de tus cuentas obligatorias. Nos guste o no, en el fondo todas las cárceles se parecen, y todos los que tenemos el mismo régimen penitenciario contamos con 20 minutos de locutorio dos veces a la semana.


20 minutos que en nosotros se limitan al teléfono… Y un silencio… Y un “A ver mañana si puede ser… o quizás la próxima semana… No te lo prometo, pero el viernes… los viernes, ya sabes, son trabajosos.” Luego te pregunto ¿y los niños?, y me entero que Agustín está pasando el sarampión y la linda de Celia se desarrolló el domingo con la llegada de la luna creciente… Tu me imaginas sin ellos. Yo sospecho tu cansancio. Y callo que me han pasado el diario de La Curra.


Todo fue rápido y sorprendente como una tormenta veraniega, una estrella que se corre, o una amnistía secreta.


La atmósfera se enrarecía entre cubiertos y platos. El vocerío prosperaba y la Channel, muy estirada ella, se enfrentó en quitas y defensas con la Montoya por cosas del almuerzo. Las palabras en el patio (antes de entrar en la celda) dieron paso ha hablarse con los puños. Todas jaleábamos tomando partido justo cuado recibí un golpe suave en la cintura. Me cogió por detrás tapándome la boca. Hice un esfuerzo pretendiendo volverme. Fue en vano. Sólo aquel susurro a mis espalada, tenue, inquietante, como una confidencia maldita: “Ella me dijo que te lo diera”. Luego el frío de aquella cosa se instaló en mi riñón y cuando pude volverme, la mensajera confundida entre la plebe preservó su identidad.


La Chichi ni se percató del asunto estudiando cómo sacarle partido al hecho de que, la Channel, castigada por los golpes se hallara reducida a una parva de cardenales y desprecios con el correspondiente superávit de chichones.


Cuidadosamente entre la muchedumbre me saqué la camisa por fuera, arrastré por mi cadera lo que había recibido hasta dejarlo firme entre el ombligo y la cinturilla del pantalón. ¡Ya habría tiempo de saber su procedencia!, tal vez no lo averigüe nunca, pensé al cruzar la reja angustiosa antes de ingresar en el corredor que me llevaría hasta la celda.


No, no te dije que me habían pasado el diario de la Curra porque quizás fuera cosas de cerrojos, o de semblanzas rotas y mensajes airados, o quién sabe si mi derecho a dos comunicaciones orales se los lleva el tiempo y una verja huérfana, que se lamenta, de que no puedas recorrer el trecho que separa el centro penitenciario y nuestra casa. Tal vez, sin tu saberlo, puede ser que la sombra de la muerte se acerca traicionera y no quiero que sufras con mi ausencia.

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